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Uniformidad lingüística: plaga de dominación social

Uniformidad lingüística: plaga de dominación social

“Los hombres que creen, al expresar sus pensamientos en palabras de las que no son dueños, alojándolos en formas verbales cuyas dimensiones históricas se les escapan, que su propósito les obedece, no saben que se someten a sus exigencias...”
Michel Foucault (en Las palabras y las cosas)

Julio Horta*

Desde una perspectiva más bien concreta –como intento de una pretensión hegeliana–, los vocablos “imposición” y “dominación” refieren variables importantes a considerar en los movimientos y discursos de resistencia. En efecto, ahí donde las formas y usos de un lenguaje existen a la par que otras formas y usos de otro lenguaje, no siempre se da una coexistencia armoniosa y enriquecedora entre sus hablantes; por ello, aparecen procesos político/ sociales de unificación e integración lingüística.

Pero, en virtud de que la integración “(…)es un producto de la dominación política constantemente reproducida por instituciones capaces de imponer el reconocimiento universal de la lengua dominante, constituye la instauración de relaciones de dominación lingüística”.(1) Asimismo, este tipo de relaciones impulsa una serie de limitantes; entre las que cabe destacar el acceso diferenciado a las instituciones, particularmente la educativa, que hacen posible adquirir la competencia lingüística y comunicativa en la lengua o en su variedad dominante. De suerte que no todos los hablantes tienen la posibilidad de integrarse a esa comunidad, ni mucho menos participar con sus propias modalidades expresivas en su construcción.

Así pues, los hablantes que no manejan completa y eficazmente el instrumento lingüístico dominante, se encuentran marginados de ese ámbito verbal y comunicativo; pero también están sujetos a discriminación porque su propio campo potencial, verbal y comunicativo, vale menos “(…) en los mercados oficiales (escolar, político, administrativo) y en la mayor parte de las interacciones lingüísticas en que se hallen comprometidos”(2)

Si bien, los fenómenos de imposición, dominación, marginación y discriminación, han sido recurrentes en el proceso evolutivo de la comunicación humana, el desarrollo de las tecnologías audiovisuales, aunque recupera aspectos importantes de la oralidad (a saber, la simultaneidad de la acción, de la percepción y de la reacción), y trasciende las limitaciones del tiempo y del espacio; en lugar de constituir una nueva forma de comunicar, orientada hacia la liberación de las estructuras hegemónicas –que centralizan e imponen el capital verbal y comunicativo dominante–, representa y promueve prácticas modernas de imposición y dominación que se nutren de la racionalidad industrial y se materializan en la circulación mercantil de toda producción simbólica (desde las tradiciones ancestrales hasta el discurso sobre la tecnología de punta; desde los acontecimientos masivos hasta sucesos anecdóticos de vidas individuales).

De ahí que, por ejemplo, la enseñanza asistida por computadora permita estandarizar los programas de estudio, en aras de la capacitación y del adiestramiento, durante períodos breves de instrucción. En este contexto, el educador concebido antaño como la persona que asumía el deber de ayudar a los educandos, para que éstos pudieran adquirir y ejercitar hábitos dirigidos al perfeccionamiento de sus facultades intelectuales teórico-prácticas, se convierte ahora en instructor de técnicas pedagógicas orientadas a la capacitación y entrenamiento laboral.

Así, en este tenor de prácticas, proyectos y objetivos educativos, es importante señalar que éstos no se circunscriben a la educación media; por el contrario, se hacen extensivos a la educación superior. Muestra de ello es la propuesta del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), que maneja el término “capacitación” como objetivo de un Diplomado de Desarrollo y Política Social en México 2005 (del 25 de febrero al 1º de junio de 2005); o bien, el Programa Regular de Adiestramiento (PRA) que patrocina la Organización de Estados Americanos (OEA), para realizar estudios de posgrado e investigación.

En efecto, la dinámica impuesta por la racionalidad mercantil ha encontrado correspondencia en el mundo universitario. Así, específicamente en la academia, los llamados “expertos” o “especialistas” utilizan, precisamente, calificativos como “raro/común”, “descuidado/riguroso”, “inútil/útil”... con los que jerarquizan las formas expresivas de conocimiento en los ámbitos que les son propios. Al utilizar estas oposiciones lingüísticas, se busca mantener la hegemonía de su grupo sobre la base del control de los otros, en tanto subordinados a estas evaluaciones, y marginados de una situación equipotencial, que supondría una situación dialógica y, por lo tanto, una contra respuesta.(3)

Y esto se debe a que la dinámica productiva de la Era Industrial generó, en primer instancia, una dispersión espacial de la estructura económica; y, en segunda, un cambio en quienes detentaban los sistemas de transmisión de información. En el proceso industrial, la burguesía reconstruiría la “tecnósfera” con el fin primordial de la producción y el consumo en serie. Mientras, el dinamismo marcado por la industria replanteó la concepción espacio/temporal del feudalismo, y su relación con los tiempos naturales: la mayor cantidad de producción en el menor tiempo posible requería, en consecuencia, mayor cantidad de obreros, de espacio (para producir y almacenar)... se necesitaba, pues, de sistemas que cumplieran la exigencia de cubrir mayor cantidad de personas y espacio en corto tiempo.

Finalmente, gestados en la matriz de la fábrica, los medios masivos –por encima de cualquier otro medio– accionaron bajo los parámetros de la producción en serie, y por tanto del consumo en serie. Esto último los perfiló en paralelo a lo que Alvin Toffler llama “principios de la sociedad industrial”: “sincronización” del tiempo social de acuerdo con los horarios industriales; “concentración” del espacio geográfico, del trabajo, de los energéticos, y la economía, en determinadas áreas; “maximización” del imaginario en la ocupación del espacio; “centralización” del poder, y su consecuencia el monopolio...

Pero, por encima de cualquier otro, dos fueron los principios esenciales del industrialismo que propiciaron las transformaciones de las formas expresivas: por un lado, la “especialización”, la cual redujo el abanico de posibles relaciones humanas –incluso en el ámbito de la educación– a la dicotomía productor/cliente; por el otro, la “uniformización”, de principio comercial/administrativa, pero cuya consecuencia trajo la uniformización de los lenguajes, en detrimento de los regionales, sustituyendo así los idiomas “no-uniformados” por los “uniformados” (inglés, francés...) en términos de mercado.

De hecho, la base principal de representación de los medios masificados y desmasificados no procede precisamente de fuentes primarias; por el contrario, resulta de una mezcla de imágenes sometida a los ritmos de la industria de los medios. De donde se sigue un tipo de comunicación que ha perdido el sentido social de la realidad político-social, e igualmente sin capacidad para comprender el sentido que las comunidades locales dan a sus procesos comunicativos.

En el ámbito de los medios masivos, la uniformización implica, además, la uniformización de los posibles comportamientos y relaciones sociales en la composición de los mensajes. De ahí que, los objetos –de innegable sustento cultural– empleados como factores de mercado, o bien como objetos mismos de consumo, adquieren una re-presentación diferente: son extraídos de su contexto cultural inicial, el cual los hace presentes dotándolos de sentido, para ser re-presentados en un contexto mercantil que, de principio, resulta opuesto al contenido cultural inicial del objeto.

Así, la consecuencia de ello es la construcción de objetos llamados “kitsch”. En palabras de Abraham Moles, “el objeto kitsch se define por una alteración en su funcionalidad… posee una funcionalidad indicada, pero cumple con una función sobreañadida, suplementaria, no incorporada desde el principio en la función, y que fue insertada artificialmente por el intermediario…”(4) Y, por supuesto, en las sociedades “modernas”, los intermediarios inmediatos son los medios masivos, los cuales reproducen las ideas y experiencias de quienes los detentan.

Este proceso lo precisa Matterlart, al hacer una revisión de las propuestas teóricas de C. Horton Cooley: “…con la difusión sin límites de las ideas… en vez de la individualidad que era estimulada por los obstáculos anteriores, se tendría una ‘asimilación universal’, al ser inducida cada localidad a adoptar las mismas modas, desde los vestidos hasta la lengua… Esta uniformidad exterior no sería más que el signo visible de la correspondiente nivelación de las ideas…”(5)

En este último punto reside uno de los problemas cruciales de la comunicación masiva y desmasificada; pues, en virtud de que esos medios responden a principios industriales, su producción cultural, y por tanto todo objeto de cultura, adquiere en esta cultura mediática, un valor mercantil, anulando así su estatuto humano, y generando consecuentemente prácticas deshumanizantes.

La respuesta a este fenómeno mediático globalizador no se ha hecho esperar. En efecto, el mundo contemporáneo también se ha convertido en escenario de propuestas, experiencias, iniciativas y prácticas, que se están dando a conocer bajo diversas denominaciones; como la llamada comunicación comunitaria, o también regional, o más aún democrática, entre otras más.

Esas designaciones se han empleado para nombrar propuestas teóricas alternativas de comunicación, e igualmente como identificadores de prácticas dirigidas al uso de la tecnología audiovisual, pero puesta al servicio social de comunidades locales; esto es, que respondan a los intereses y necesidades de cada región, comunidad, localidad, y cuyas fuentes de información, de representación, de narración, surjan de sus propias realidades, tradiciones e instituciones. En suma, donde la voz de cada comunidad tenga un espacio para hablar con sus propias formas de manifestación y en sus mismas modalidades de realización y, asimismo, el derecho a acceder a los “mercados oficiales”, para poder desarrollar la competencia comunicativa de la lengua dominante.

Desde luego, en esas posturas se hace evidente la confrontación clásica entre tradición y modernidad; de hecho, cuando nuevas formas culturales impactan las tradicionales, se produce una tensión entre “(…) el deseo de coherencia y continuidad, por un lado, y el deseo de dinamismo y contemporaneidad, por otro lado (…)”(6)

Así en el caso de la comunicación comunitaria se busca emplear aspectos, escenarios, herramientas, que la tecnología audiovisual ofrece, para producir y difundir formas simbólicas regionales o locales originadas en sus tradiciones orales, y en su caso también escritas. Aquí se usan instrumentalmente formas mediáticas, para dar valor y sentido a sus propias formas de manifestación y modalidades de realización lingual, en los mercados simbólicos oficiales. En suma, se pretende utilizar el discurso mediático manteniendo su propio discurso en la redefinición del significado, sentido y valor de sus propias dinámicas comunitarias.

En relación con la comunicación masificada y desmasificada, con sus propios matices, pero siempre dentro del marco de la cultura mediática, éstas manipulan todo tipo de producción simbólica –social y tradicional– para uniformar y estandarizar modos diversos de vida, bajo la hegemonía de un macrosistema tecno-económico; aquí se utilizan instrumentalmente formas de la oralidad primaria, con la intención de validar y darle sentido a la oralidad secundaria en los diversos contextos culturales (locales, regionales), para poder “(…) vencer las resistencias a la estandarización universal (…)”(7). En síntesis, lo que se busca, particularmente en el ámbito de la diversidad cultural, es la escenificación de la diversidad interpretativa a la que están sujetos los mensajes mediáticos, pero siempre dentro de los límites de este discurso.

Pero, más allá del asunto de las estrategias comunicativas, el problema de la racionalidad mercantil no sólo se circunscribe a la construcción simbólica de los medios controlados por publicistas y mercaderes, se extiende a los ámbitos de la vida cultural, social, individual; se incrusta en las instituciones de la familia, de la educación, del Estado; se manifiesta en los discursos oficiales, académicos. En fin, aunque no toda la cultura social es mediática, ni termina en el discurso mediático, sus pretensiones globalizadoras están impactando seriamente en los sentidos y significaciones de la vida humana; en la definición de las formas de imaginar la realidad, de construir un relato sobre las sociedades, de contribuir a la educación emocional y política de los públicos.

En efecto, las pretensiones democratizadoras, liberadoras, igualitarias, de los partidarios del consumo cultural, subrayan las posibilidades ilimitadas que ofrecen las formas expresivas de los medios masivos, al señalar que para acceder a éstos no se requiere saber leer, ni escribir como tampoco pertenecer a determinado grupo, comunidad o localidad. Así pues, la forma cómo se organizan las secuencias y los códigos que se utilizan en los mensajes informatizados, permite su apertura a todos los públicos reales y posibles.

Pero se olvidan que la lectura o interpretación se realiza desde determinadas experiencias sociales, a partir de nuestras disposiciones grupales e históricas; y, por lo tanto, se encuentra limitada por nuestras perspectivas o nuestros alcances: por el acceso de alternativas de información; por las competencias lingüístico/cognoscitivas (como el aprendizaje de la lectura, los hábitos operativos para desarrollar facultades y capacidades selectivas, judicativas, argumentativas, reflexivas); además de las fuentes de información y de conocimiento, que tienen un papel preponderante en el desarrollo de competencias visuales, sobre todo las relacionadas con la lectura de las imágenes.

Más aún, esta voracidad mediática no pasa por alto las “(…) imágenes públicas de sentimiento que sólo pueden suministrar el rito, el mito y el arte”(8), que desde el lenguaje y la racionalidad mercantil, se rediseñan y transforman en nuevas imágenes públicas con las que ahora se modela el mundo de lo efímero. No sólo el opuesto sino lo contradictorio al mundo arquetípico que hace posible la continuidad del pensar “(…) que sistematiza nuestras reacciones emocionales en actitudes con distintos tonos emotivos y lo que confiere cierto sentido a las pasiones del individuo. En otras palabras: por obra de nuestro pensamiento y emoción tenemos no sólo sentimientos sino una vida de sentimientos”(9), que en el contexto mediático se transmuta en una vida de sentimiento novelada, donde los sentimientos se fabrican por serie y se venden mercantilmente.

En realidad, el consumo simbólico no es privativo de la cultura mediática, pues en la historia de casi todas las sociedades que han sido objeto de estudio por antropólogos, se ha identificado, en esa práctica, una función hedonista; ésta se realiza en el disfrute de la contemplación de los objetos de consumo, y en el placer o displacer experimentado por la posibilidad o imposibilidad de su adquisición. Igualmente, el consumo permite y propicia la simulación de estatus cultural, porque las preferencias, las elecciones y las mismas mercancías, crean la ilusión de semejanza con la gente y posiciones sociales de los sujetos que se aprecian como culturalmente valiosos...

Sin embargo, dentro de la racionalidad industrial todos los símbolos primarios que permiten la referencia al mundo, la expresión de sentimientos y la formulación de juicios, se trastocan, rediseñan y mezclan de tal manera, que al final de esta operación aquellos se presentan sin sus contenidos y sentidos originarios.

Por ello, hacer comunicación comunitaria significa enfrentar al tejido simbólico globalizado, que atenta contra la investigación y la enseñanza, cuando las reduce a un proceso dirigido sólo a la capacitación y adiestramiento para desarrollar los recursos globales (industriales, agrícolas, sociales y culturales), mediante planes de estudio estandarizados que se orientan hacia la adaptación del nuevo entorno competitivo mundial, y la guía de variables que impone la racionalidad empresarial: a saber, aptitud y velocidad. Además, significan la oposición a la experiencia estética que se genera frente a los objetos de consumo, y que se retroalimenta con la manipulación mediática de los objetos que se muestran como valiosos, y por lo tanto dignos de ser consumidos.

En suma, los movimientos de resistencia que enfrentan y desafían la adversidad económica, la carencia tecnológica... constituyen ahora una fuerza social necesaria para el reestablecimiento de una Justicia donde el reconocimiento económico y cultural promueva la redistribución, cultural y económica.

* Pasante de la Carrera de Ciencias de la Comunicación, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales/UNAM (en trámite de titulación); estudiante de la carrera de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras/UNAM
Institución de adscripción: Instituto de Investigaciones Sociales/UNAM
Asistente de Investigación
Área: Comunicación, Filosofía del Lenguaje y Arte
Correo: julio_horta@hotmail.com

Publicaciones recientes:
Horta, Julio. “Francisco Toledo: la vitalidad de la mierda”. En Revista Por Leer..., Sección de arte. Año 1. No. 3. Editorial Porrúa, 2003.
Horta, Julio. “Acerca de los Modos de Ver”. En Revista Saber Ver. Segunda Época. Año 5. No. 31 (Agosto/Septiembre). Editorial Jus, 2004.
Horta, Julio. “Del símbolo al discurso de las imágenes”. En Revista Saber Ver. Segunda Época. Año 5. No. 32 (Octubre/Noviembre). Editorial Jus, 2004.

BIBLIOGRAFÍA
Bourdieu, Pierre. ¿Qué significa hablar? España: Akal, 1985.
Foucault, Michel. Las palabras y las cosas. Trad. Elsa Cecilia Frost. 31ª Edición. Colección Teoría. Argentina: Siglo XXI, 2004
Geertz, Clifford. La interpretación de las culturas. Trad. Alberto L. Bixio. 8ª reimpresión. Barcelona: Gedisa, 1997.
Mattelart, Armand. Historia de la utopía planetaria. De la ciudad profética a la sociedad global. Trad. Gilles Multigner. 2ª Edición. Colección Transiciones No. 22. Barcelona, Buenos Aires, México: Paidós, 2000.
Moles, Abraham. “Kitsch y objeto”. Los objetos. Trad. Silvia Delpy. Dir. Eliseo Verón. 2ª Edición. Colección Comunicaciones No. 13. Argentina: Tiempo Contemporáneo, 1974.
Stevenson, Nick. Culturas mediáticas. Teoría social y comunicación masiva. Trad. Eduardo Sinnot. Edición en castellano. Biblioteca de comunicación, cultura y medios. Argentina: Amorrortu, 1995.
Toffler, Alvin. La tercera Ola. Trad. Adolfo Martín. 9ª Edición. Biblioteca de autor. Barcelona: Plaza y Janés, 2000.

NOTAS
1. Bourdieu, Pierre. ¿Qué significa hablar? España: Akal, 1985. pag.20
2.Bourdieu, Pierre. Ob. Cit. Pág. 31
3. Las referencias en torno a esta dinámica gestada por el mercado simbólico las encontramos en: Bourdieu, P. Ibid. Pág, 34; y en dictámenes académicos de evaluación de trabajos de investigación del Instituto de Investigaciones Sociales-UNAM (Abril, 2005)
4. Moles, Abraham. “Kitsch y objeto”. En Los objetos. Trad. Silvia Delpy. Dir. Eliseo Verón. 2ª Edición. Colección Comunicaciones No. 13. Argentina: Tiempo Contemporáneo, 1974. pág.154
5. Mattelart, Armand. Historia de la utopía planetaria. De la ciudad profética a la sociedad global. 2ª Edición. Barcelona, Buenos Aires, México: Paidós, 2000. pág. 301
6. Geertz, Clifford. La interpretación de las culturas. 8ª reimpresión. Barcelona: Gedisa, 1997. Pág.10
7. Mattelart, Armand. Ob. Cit. Pág. 414
8. Geertz, Clifford. Ob. Cit. Pág. 81
9. Geertz, C.Ibidem. Pág. 80